Fritz Albert Lipmann

1899 - 1986

Bioquímica

Fritz Albert Lipmann

1899 - 1986

Bioquímica

El bioquímico errante

Primavera de 1940. La guerra europea suena lejana desde Vermont, mientras el aire huele a resina fresca en las riberas del lago Iroquois. Fritz Lipmann (Königsberg, 1899 – Nueva York, 1986) deja a un lado los zapatos que siempre le incomodan. Sus pies se sobrecogen salpicados por las aguas en deshielo.

Con los dedos descalzos, Lipmann traza una estría ondulada en la arena imitando suaves oleajes. La humedad acentúa el frío en su piel, que le pide al cuerpo hacer algo para entrar en calor. Precisamente, Lipmann es un bioquímico que intenta comprender de dónde sale la energía que producen los seres vivos.

En su cabeza, el garabato que ha dibujado representa los enlaces químicos fuertes, acumuladores de ímpetu vital. Es una hermosa manera de plasmarlo y a él le atraen las formas artísticas. El entorno bucólico resulta inspirador.

Fritz Albert Lipmann

Repasa entonces su situación: refugiado en Estados Unidos, por segunda vez, huyendo del nazismo; añorando la vida cultural que disfrutaba en Berlín; sin hogar ni empleo estables aquí a pesar de sus progresos científicos. Suena descorazonador. De pronto le sorprende un brillo verdoso en el suelo. Es un trébol de cuatro hojas. Quizá las cosas no vayan tan mal. Mirando hacia delante, confía en lo que ha de llegar. Mirando atrás, sus 41 años de idas y venidas han sido enriquecedores…

Lipmann no quiso ser abogado, como su padre. Tampoco el cabeza de familia veía carrera en ese hijo que salió mediocre para los estudios. Poco importa. Quien realmente fascina al joven Fritz es su tío médico, y esa admiración lo lleva a Munich para cursar medicina.

Lo poco que aprendiera en el primer año de carrera tuvo que aplicarlo a la fuerza: la Gran Guerra necesitaba de cualquiera que supiese recomponer un cuerpo roto, mutilado o desangrándose. Lipmann contempló una buena cuota de horrores que le harían reconsiderar su futura profesión, dividido entre el espanto y la ética de ejercer una profesión cuyo medio de vida es el sufrimiento ajeno.

De vuelta a la facultad pasa meses diseccionando cadáveres. Eso colmó su vaso. Resuelve evitar la manipulación de cuerpos, vivos o no, para centrarse en las células. Le resulta más interesante hurgar en lo que sucede a esa escala minúscula.

Saltando de Munich a Berlín, financiado por su padre, los años de aprendizaje son desestructurados pero fructíferos. Lipmann pasa el día parapetado entre tubos de ensayo, aunque frecuentando también a personajes bohemios (actores, pintores y otros especímenes sin bata blanca). Esos ambientes le permiten conocer a Freda Hall: una dibujante que se convertiría en su esposa y compañera. Es el impetuoso Berlín. Son los últimos años de los felices veinte. La edad de Lipmann también va a dejar la veintena. Se avecinan tinieblas.

Ilustración de Juanma Buah! para Ciencia de acogida

Pero dentro del laboratorio resplandecen los avances. Como una hormiga pertinaz, Lipmann va ensamblando las primeras piezas de su búsqueda sobre la energía vital, cosa tan fabulosa como poco valorada. Trabaja cerca de (aunque no con) los grandes, que podrían desarrollar la ya pujante industria farmacéutica de Alemania: Warburg, Meyerhof o Krebs. Todos ellos haciendo la mejor bioquímica en el mismo edificio que él… pero un piso más arriba, donde Lipmann escucharía las pisadas triunfantes de unos mentores a los que apenas veía.

El nazismo hizo huir a muchos de esos cerebros. Lo mismo le ocurre a Lipmann, de origen judío. Ve cómo cierran el grifo a sus becas investigadoras y llega a sufrir una paliza en plena calle. Se va entonces un tiempo a Copenhague y en 1931 toma dos decisiones: casarse con Freda Hall y aceptar un puesto provisional en Nueva York.

Meses después, de vuelta a Dinamarca, el antisemitismo fascista de 1937 desborda las fronteras alemanas. Nuevamente los Lipmann se ven impelidos al exilio y recalan otra vez en Nueva York, con una beca de la Cornell Medical School.

En esa época inestable, Lipmann ha seguido completando el rompecabezas de los procesos energéticos celulares. Se sabía ya que los azúcares son vectores energéticos, pero su descomposición era un túnel oscuro: por un lado entra glucosa y por otro salen calorías disponibles.

Tiempo atrás, en el laboratorio alemán de Meyerhof, localizaron en ese túnel algo llamado ATP (adenosín trifosfato). Ahora Lipmann veía que también estaban ahí sus primos ADP (difosfato) y AMP (monofosfato), en presencia de enzimas activadoras.

Pero quizás convenga explicar algo antes de continuar. Las enzimas son catalizadores orgánicos, es decir, sustancias que facilitan reacciones químicas entre moléculas, animando las transformaciones para luego retirarse de la ecuación y retomar su trabajo con nuevas moléculas.

Esto está relacionado con las hormonas, que son mensajeros encargados de transmitir (entre otras cosas) dónde hace falta poner potencia dentro de los seres vivos. El mecanismo puede involucrar dos fases, ambas oficiadas por enzimas: una primera molécula hormonal se queda en la puerta de casa, en la membrana celular, pero su llamada provoca que ahí dentro el ATP se convierta en AMP. El paso de trifosfato a monofosfato libera un par de unidades de fósforo y un chorrito de energía.

Lipmann establece primero el modo en que se generaron esas moléculas de ATP dentro de las células, como baterías cargadas: provienen de la oxidación de piruvato en presencia de ADP y fosfato. Para Lipmann, identificar al fosfato como intermediario imprescindible fue su principal logro, directriz para las investigaciones que abordaría el resto de su vida. En sus propias palabras: «Parece que, en la organización celular, la corriente de fosfato juega un papel similar al de la electricidad en la vida de los seres humanos, que aplican en distintos ámbitos».

El año 1940, de vacaciones en Vermont junto al lago Iroquois, Lipmann sigue obsesionado con el ATP. Allí concibe la idea del «fosfato rico en energía» y la notación de sus enlaces químicos mediante un signo de virgulilla (~). En esa línea ondulada estaría la pila que suministra vitalidad a los organismos. Si el ATP es AMP~P~P (la P simboliza el fósforo), se explica que la rotura de esas dos ligazones desprenda energía, igual que la gasolina de un motor al quemarse.

Este concepto condicionará el avance de la bioquímica. Se dice que el símbolo ~ era tan significativo para esa disciplina como lo fue la representación del ADN para la biología molecular.

La realidad se ocupó de desmentir una noción tan elegante, pues la rotura de enlaces ~ no deja la energía disponible sin más. La termodinámica lo impide, por desgracia.

Los Simpson: «En esta casa obedecemos las leyes de la termodinámica».

Hoy, la virgulilla de Lipmann prácticamente ha desaparecido de los libros, pero como una onda invisible continúa ejerciendo su influjo sobre los herederos del impulso que supuso para la bioquímica.

Con todo, el éxito de 1940 no iba a darle a Lipmann estabilidad profesional. Quizá en eso influyera su poca habilidad para entusiasmar: en una ocasión, actuando como ponente, cortaron su charla por aburrir al público.

Otra vez maletas, destino errante. Una nueva beca de investigación lleva a los Lipmann hasta Boston. En el Hospital General de Massachusetts, el científico sigue desentrañando las fuentes últimas del impulso vital. El campo de pruebas era hígado de paloma (y eso que quiso librarse de los aspectos desagradables de la medicina). El batido hepático contenía energía, pero sus pilas se agotaban pronto. Sin embargo, Lipmann y su equipo comprobaron cómo podían recargarse añadiendo más extracto de hígado. Esto les llevó a suponer la existencia de un elemento coadyuvante, al que llamaron CoA: Co de «coenzima», por ser un cofactor catalítico —molécula que se adhiere a proteínas para impulsarlas a formar sistemas enzimáticos— y «A» por la activación del acetato). La coenzima A resulta ineludible para muchos procesos trascendentales, y así pudo ingresar por derecho propio en el mapa de rutas metabólicas que se estaba cartografiando, en particular la ruta del ácido cítrico, llamada ciclo de Krebs en honor a Hans Adolf Krebs, otro de los protagonistas de la exposición Ciencia de acogida y vecino de Lipmann en el laboratorio de arriba, cuando estaban en Berlín.

La CoA daría a Lipmann el Premio Nobel de Medicina en 1953, compartido —precisamente— con Krebs, colega de sufrimientos que acudió a Suecia desde Reino Unido, su país de acogida tras escapar del régimen nazi.

Krebs (izquierda) y Lipmann (derecha). En el centro, dando la espalda a la cámara,  Freda Hall Lipmann

En esta ocasión, al recibir los honores, ambos estaban a la misma altura sobre el escenario.

A pesar del Premio Nobel por estos hallazgos, Lipmann siempre pensó que había hecho aportaciones más significativas que la CoA. En seis décadas publicó 516 ensayos y se erigió como padre de la bioquímica aplicada a la medicina. Entre sus áreas de trabajo estuvieron la síntesis proteica, el ciclo de la urea y la activación de los carbamatos.

En ese recorrido, Lipmann aprendió por fin a ganarse al público, y cuentan que tras una ponencia movilizó a los presentes para que buscaran sus zapatos, abandonados antes de subir al estrado.

Lipmann Institute

Año tras año continuó solicitando becas y ayudas, sin estabilidad profesional pero encontrando tréboles de cuatro hojas en cada tarea emprendida. Fritz Albert Lipmann murió a los 87 años, poco después de que le aprobaran una nueva beca investigadora. Sus últimas palabras fueron «No puedo seguir funcionando», algo notorio en quien pasó su vida desentrañando el funcionamiento de lo vivo.