El desenlace de la guerra civil provocó en España el triunfo del franquismo, el advenimiento de la autarquía y el exilio de sectores progresistas que habían estado vinculados al proyecto intelectual y político de la II República. Posiblemente, se trata del suceso más importante de la historia de España en el siglo XX, no solo por las pérdidas humanas, divididas entre muertos, represaliados y exiliados, sino también por su incalculable dimensión cultural.
El descalabro intelectual y científico que ha representado históricamente para España alcanzó su máximo esplendor con el exilio de científicos e intelectuales en los primeros meses de la contienda civil. Aunque unos optaron por marcharse otros decidieron quedarse y seguir desarrollando su trabajo científico una vez iniciada la guerra, ya que sus proyectos de investigación seguían auspiciados por el gobierno republicano durante el conflicto.
Una vez terminada la guerra, los que se quedaron tuvieron que ser sometidos a procesos de depuración, según las directrices del gobierno franquista.
Así, ya el 11 de noviembre de 1936, en el marco de la guerra, apareció una disposición publicada en el B.O.E., firmada por Francisco Franco Bahamonde en Salamanca, cuyo preámbulo rezaba de la siguiente manera:
«El hecho de que durante varias décadas el Magisterio en todos sus grados y cada vez con más raras excepciones haya estado influido y casi monopolizado por ideologías e instituciones disolventes, en abierta oposición con el genio y tradición nacional, hace preciso que en los solemnes momentos por los que atravesamos se lleve a cabo una revisión total y profunda en el personal de Instrucción Pública, trámite previo a una reorganización radical y definitiva de la Enseñanza, extirpando así de raíz esas falsas doctrinas que con sus apóstoles han sido los principales factores de la trágica situación a que fue llevada nuestra Patria».
Para proceder a estas revisiones profundas se crearon con carácter temporal las comisiones que debían realizar la depuración de cada uno de los estamentos docentes. Las diferentes comisiones constituidas para cada estamento particular podían «reclamar de cuantas Autoridades, Centros y personas lo estimen conveniente, cuantos informes crean necesarios sobre la conducta profesional, social y particular, así como actuaciones políticas del personal cuyos antecedentes y actuación les corresponda investigar, con objeto de poder formar un concepto acabado y total de cada uno de los interesados», debían instruir e informar los expedientes en el plazo de un mes y después la Comisión de Cultura y Enseñanza acordaría las sanciones que estimara procedentes. Mientras se iban realizando las depuraciones continuaron dictándose nuevas disposiciones.
Otras dos órdenes del 4 de febrero de 1939, de las que se hizo amplio eco la prensa española, expulsaron de la universidad a un apreciable número de catedráticos y profesores porque era «pública y notoria» su «desafección al nuevo Régimen implantado en España, no solamente por sus actuaciones en las zonas que han sufrido y en las que sufren la dominación marxista, sino también por su pertinaz política antinacional y antiespañola en los tiempos precedentes al Glorioso Movimiento Nacional».
El conjunto de la normativa depuradora franquista tuvo un sustrato ideológico en el que se asentaban sus claros fundamentos. Se asumía que España se había visto avocada a la «tragedia» por la acción, unas veces premeditada, otras inconsciente e irresponsable, de una bestia que tenía un nombre muy claro: la Institución Libre de Enseñanza (ILE), creada por el pedagogo y filósofo Francisco Giner de los Ríos.
«A la revolución roja, el socialismo le ha dado las masas y la Institución Libre de Enseñanza le ha dado los jefes [...]».
España, durante el legítimo gobierno de la República, se declaró neutral en la Gran Guerra, lo que permitió a sus gentes dedicar los esfuerzos hacia la reforma del país a través de un proceso de europeización, consistente en acercar España a Europa, para lo que el gobierno de la II República apostó por la ciencia como vehículo del pensamiento y la razón.
Efectivamente, la Junta para Ampliación de Estudios (JAE), creada con naturaleza de verdadera universidad autónoma, financiada por el estado, fue la institución heredada de la ILE que dirigió la ciencia española al encuentro de la ciencia universal.
Sin ninguna duda, fue el Premio Nobel en Medicina y Fisiología otorgado a Santiago Ramón y Cajal en 1906 el que dio el impulso final para que el 11 de enero de 1907 Amalio Gimeno, ministro el de Instrucción Pública y Bellas Artes, decretara la creación de la JAE.
Presidida por el propio Ramón y Cajal, a través de la JAE no solo se creó el mayor e innovador programa de investigación en España jamás contemplado sino que supuso una oportunidad para juntar a los principales intelectuales de la época, creando un crisol cultural multidisciplinar que no se ha vuelto a ver en la historia de nuestro país. Esta Edad de Plata de la cultura española, que comienza con la Generación del 14 —término acuñado por Lorenzo Luzuriaga en su artículo publicado en Revista realidad en 1947— creó los pilares de lo que se llegaría a crear a través de la JAE. José Ortega y Gasset, Ramón y Cajal, María de Maeztu, Severo Ochoa, Margarita Nelken, Gregorio Marañón, Dorotea Barnés, Juan Ramón Jiménez, Josefa Molera, Manuel de Falla, Amparo Poch, Manuel Azaña, Antonio Machado, Blas Cabrera, Vicente Risco, Eugeni d’Ors, Aurelio Arteta, Ramón Gómez de la Serna, Miguel de Unamuno, Pedro Salinas, Federico García Lorca, Salvador Dalí o Luis Buñuel fueron implicados en la europeización de España. En ese momento, Picasso, Miró y Juan Gris observaban desde París cómo España llevaba su cultura más allá de sus fronteras, mientras Alfonso Reyes lo esperaba desde México, Jorge Luis Borges lo ansiaba desde Argentina, y Vicente Huidobro lo anhelaba desde su Chile natal.
Todos estos creadores de conocimiento generaron cultura sin apellidos, derribaron a patadas las barreras de las dos culturas, trabajando, pensando, discutiendo y dialogando de forma conjunta hicieron un esfuerzo innovador para renovar la cultura española.
El apoyo del gobierno a las investigaciones a través de la Junta de Ampliación de Estudios se materializó con la creación de centros en Madrid (incluso una vez sitiado), Valencia y Barcelona. Convirtiendo a la JAE en la institución que encabezaría el acercamiento de España a Europa desarrollando una política cultural que llevó a la creación de varias instituciones: el Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales —presidido por Cajal con la asistencia de Blas Cabrera—, el Instituto Nacional de Física y Química (Instituto Rockefeller) —dirigido por Blas Cabrera y asistido por Enrique Moles y Miguel Catalán—, el Instituto Nacional de Higiene de la Alimentación —dirigido por Francisco Grande Covián— en el que se produjo la obtención del ácido nicotínico sintético (producto de la vitamina antipelagrosa) en el equipo dirigido por Ángel del Campo. También se crearon la Residencia de Señoritas —dirigida por María de Maeztu—, el Centro de Estudios Históricos de Madrid —dirigido por Ramón Menéndez Pidal—, los seminarios matemáticos dirigidos por José Barinaga hasta principios de 1939 en la Universidad Central de Madrid, Instituto Escuela —dirigido por el patronado conformado por Ignacio Bolívar, Ramón Menéndez Pidal, José Ortega y Gasset, Blas Cabrera, José Gabriel Álvarez Ude y María de Maeztu— o la Residencia de Estudiantes —dirigida por el pedagogo Alberto Jiménez Fraud. Sin ninguna duda, este último fue el centro que más talento atrajo de toda la historia de España, creando un espacio para el pensamiento multidisciplinar, un sitio de creación e intercambio entre artistas, literatos y científicos.
Pero estalló la guerra y como el proyectil de un mortero derriba hogares y aplaca vidas, esta destruyó el patrimonio cultural que durante más de treinta años valientes hombres y mujeres habían desarrollado en España. El 19 de mayo de 1938, el gobierno franquista decretó el cese de las actividades de la JAE, mientras que el gobierno legítimo de la República trató de mantenerlas a flote con pequeños reductos de cultura primero en Valencia y posteriormente en Barcelona, para desaparecer definitivamente.
El compromiso de la República con la cultura en tiempo de paz fue evidente, y este continuó en tiempo de guerra a partir de 1936. Así se explicitaba en enero de 1937 desde Instrucción Pública en Valencia: «Es decisión de este Ministerio que todas las actividades y todos los trabajos científicos prosigan o se reanuden con la mayor intensidad en la medida en que lo consientan las circunstancias actuales y dando, naturalmente, preferencia a aquellos trabajos que puedan tener una aplicación directa o indirecta a las necesidades de la guerra».
También existió una República constituida por científicos autoexiliados que, progresivamente y con mayor o menor consentimiento gubernamental, fueron abandonando España a partir de julio de 1936 y continuaron investigando en diferentes centros extranjeros durante la guerra. Casos paradigmáticos fueron los de Blas Cabrera y Teófilo Hernando, ausentes desde octubre de 1936, o Gustavo Pittaluga, Pío del Río Hortega y Severo Ochoa, desde enero de 1937.
Pero si la República hizo un esfuerzo por la ciencia durante la guerra, un grupo de científicos le correspondieron defendiéndola públicamente con sus sucesivos llamamientos a la comunidad internacional. Fueron los miembros de la Casa de la Cultura, organizada en Valencia con el núcleo más significativo de la Universidad Central de Madrid, trasladado junto con el gobierno a la capital del Turia. Sus manifiestos, apoyados con la firmas de Enrique Moles, Miguel Catalán, Manuel Márquez, Antonio Madinaveitia, Gonzalo Rodríguez Lafora, Arturo Duperier, Jorge F. Tello, Pedro Carrasco, Antonio Zulueta, Isidro Sánchez Covisa, José M. Sacristán, Juan de la Encina, José Puche, Miguel Prados, etc., junto a artistas y escritores, comenzaron a aparecer en noviembre de 1936. El primero fue publicado en Madrid el 1 de noviembre de 1936 en el semanario El socialista con el encabezamiento «Escritores y hombres de ciencia protestan ante la conciencia del mundo contra la barbarie fascista». Este manifiesto incluyó firmas como la de Ramón Menéndez Pidal y marcó la pauta.
«Profundamente conmovidos y horrorizados por las escenas de dolor vividas ayer en Madrid, tenemos que protestar ante la conciencia del Mundo contra la barbarie que supone el bombardeo aéreo de nuestra ciudad. Escritores, investigadores y hombres de ciencia somos contrarios por principio a toda guerra. [...] Doloroso es para nosotros, españoles que sentimos la dignidad de serlo, tener que proclamar ante nuestro país y ante el Mundo que hechos como éste, producidos sin objeto militar ni finalidad combativa alguna, simplemente por el sádico deseo de matar, colocan a quien los comete fuera de toda categoría humana».
El contigente de intelectuales, no solo científicos, sino gente proveniente de las humanidades, el arte o las letras, se sumaron con sus rúbricas a los sucesivos manifiestos antifascistas que, como este, marcaron el desarrollo de la contienda.
En 1936, se creó la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura que el 31 de julio proclamó en el manifiesto fundacional de la alianza lo siguiente:
«[…] Contra este monstruoso estallido del fascismo, que tan espantosa evidencia ha logrado ahora en España, nosotros, escritores, artistas, investigadores, científicos, hombres de actividad intelectual, en suma, agrupados para defender la cultura en todos sus valores nacionales y universales de tradición y creación constante, declaramos nuestra unión total, nuestra identificación plena y activa con el pueblo, que ahora lucha gloriosamente al lado del gobierno del frente popular, defendiendo los verdaderos valores de la inteligencia al defender nuestra libertad y dignidad humana […]
Los firmantes declaramos que, ante la contienda que está ventilando en España, estamos al lado del gobierno de la República y del pueblo, que con un heroísmo ejemplar lucha por sus libertades».
Lo firmaron Ramón Menéndez Pidal, Antonio Machado, Gregorio Marañón, Teófilo Hernando, Ramón Pérez y José Ortega y Gasset, entre una nómina de sesenta intelectuales más.
Pero la guerra se terminó en 1939, completándose entonces el exilio de una parte muy significativa de los intelectuales españoles en un proceso de salida de España que comenzó desde los primeros días de la guerra del 18 de julio de 1936. El destino inicial preferencial fue Francia, como paso previo hacia el Reino Unido y, sobre todo, la América española, especialmente tras el estallido de la II Guerra Mundial y la ocupación alemana de la mayor parte de Europa.
Dos instituciones encauzaron gran parte de los fondos oportunamente sacados de España antes de la derrota: el SERE (Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles), propiciado por Juan Negrín, y la JARE (Junta de Ayuda a los Republicanos Españoles), en el entorno de Indalecio Prieto.
Asentados en los países de acogida, especialmente en México por iniciativa del Presidente Lázaro Cárdenas, los científicos exiliados organizaron la UPUEE (Unión de Profesores Universitarios Españoles en el Extranjero), presidida por Gustavo Pittaluga, y fundaron en México la revista Ciencia, dirigida por Ignacio Bolívar.
Una vez finalizado el conflicto, el régimen franquista decretó la Ley de 24/11/1939 para la creación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), con «la voluntad de renovar su gloriosa tradición científica» basada en la «restauración de la clásica y cristiana unidad de las ciencias destruida en el siglo XVIII».
A esta nueva institución le fueron transferidas las competencias y locales de la JAE, así como todos aquellos pertenecientes al Ministerio de Educación Nacional con vínculo con la universidad.
Desde las nuevas estructuras del Régimen, el gobierno de Franco hizo una llamada a nuestros exiliados en una Francia ocupada por las tropas alemanas desde el comienzo de la II Guerra Mundial:
«En estos momentos críticos para Europa, España se dirige a sus hijos residentes en territorio francés, libremente o en campos de concentración, y les invita a volver al suelo de la Patria [...] Nuestra Nación, regida por el Caudillo Franco, está abierta a todos los españoles sobre cuya conciencia no pese el crimen [...] Nadie cree ya en la leyenda de la represión española. Todos saben cómo se administró la justicia de Franco [...] Todos los españoles de conciencia limpia y pasado honrado tenéis en la España, Una Grande y Libre que os espera, vuestro puesto para trabajar en la empresa de hacerla mejor y reparar sus males».
Algunos exiliados españoles acudieron a la llamada, confiados y esperanzados. Entre ellos, especialmente paradigmático fue el caso de Enrique Moles. El antiguo Catedrático de Química Inorgánica de la Universidad Central, Director General de Pólvoras y Explosivos del Gobierno de la República durante la Guerra Civil, fue detenido en la misma frontera en diciembre de 1941, sometido a juicio sumarísimo y condenado por el Consejo Supremo de Justicia Militar el 10 de marzo de 1942. Fue encarcelado hasta 1945, fecha a partir de la que retomó su trabajo de investigación en los laboratorios del Instituto de Biología y Sueroterapia IBYS, de Madrid.
En 1945, derrotada Alemania, la España de Franco se adaptó al nuevo medio y, revisadas numerosas sentencias de depuración, reintegró a sus cátedras a ilustres científicos que habían sufrido el ostracismo del exilio interior: la universidad española recuperaba personalidades de prestigio científico como José Barinaga o Miguel A. Catalán. En el caso de Enrique Moles, a pesar de que en 1951 se cancelaron sus antecedentes penales, no se le permitió reincorporarse a la universidad. Falleció en 1953, en Madrid, víctima de una trombosis cerebral.
Sin embargo, fueron pocos los que retornaron para quedarse definitivamente antes de la muerte de Franco, siendo el caso más conocido de entre los que sí lo hicieron, el del catedrático de Geofísica de la Universidad Central Arturo Duperier Vallesa.
En todo caso, las acciones de unos y otros científicos, en y desde el interior y el exterior, contribuyeron a ir socavando un Régimen que no podía sobrevivir a Franco.
El Régimen languidecía, pero Franco mantenía su victoria bélica en ese mundo en guerra fría contra el bloque soviético que tanto le favorecía. A su muerte en 1975, comenzó un proceso no menos traumático y tan necesario para la historia de España: la transición a la democracia.
A modo de resumen, durante la guerra y tras ella, a lo largo del régimen franquista, fueron muchos los científicos, artistas, pedagogos, filósofos, escritores y periodistas que murieron, otros muchos se exiliaron al extranjero y hubo quien sufrió el exilio interior. Ciencia de acogida recoge una breve historia de casi todos aquellos que sufrieron sus consecuencias.
Esta es la historia de cómo la guerra acabó con el patrimonio intelectual más rico que jamás hayamos visto en nuestro país y de cómo los países que acogieron a estos refugiados aceptaron este regalo en forma de avances e innovación.
Esta es una historia que no debemos olvidar.
Referencias
— De la Guerra Civil al Exilio Republicano (1936- 1977). ABELLÁN, Jose Luis. Editorial Mezquita. Madrid. 1982.
— La Ciencia española: del encuentro con Europa durante la República a la depuración franquista y el exilio. Francisco A. González Redondo. Fundación Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
— Historia de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas. CSIC.
— Residencia de Estudiantes: etapa histórica. CSIC.
— Ángel del Campo y Cerdán: químico español. UCM.
— La Ley Fundacional. CSIC.
— Los Refugios de la Derrota. LÓPEZ SÁNCHEZ, Jose María. CSIC. Madrid, 2013.