El hombre con rayos cósmicos en los ojos
En una fría mañana de 1953, un hombre esperaba pacientemente a que le trajeran su café en la terraza de una cafetería cercana al Imperial College de Londres. El hombre se llamaba Arturo Duperier Vallesa. Esta es su historia.
—Here goes your coffee Dr. Duperier. Blacker than the coal of Lancashire.
Arturo Duperier musitó un thank you apenas audible. Su mente estaba en otro sitio. Concretamente en la carta que reposaba al lado de la taza de café que había dejado Thomas, el camarero. “Si quieres, puedes volver a casa.” Ese es el mensaje que sacó en claro Arturo Duperier de la comunicación del Ministerio de Educación que había llegado esa mañana a su despacho en la universidad. Una carta que le había llenado de alegría, pero también de nervios, preocupaciones y recuerdos.
Mientras sorbía lentamente el café todavía ardiente, su sabor le trajo recuerdos de otro café más amargo. El último café que tomó con quien fuera su mentor, Blas Cabrera, y a quien había tenido el orgullo de llamar colega. Un último café, tomado de forma casual, como si fuera cualquier otro café, antes de que los dos tuvieran que exiliarse de España por culpa de la purga franquista que había esquilmado la universidad. Blas Cabrera había muerto en México hacía ya ocho años, en 1945. La Universidad Autónoma de México había acogido al ilustre físico. A Arturo Duperier aún le hervía la sangre cada vez que pensaba en el devenir de la vida de su maestro. El único español presente en dos congresos Solvay, codo con codo con Marie Curie, Albert Einstein y compañía… y había tenido que huir de España, repudiado por su propio país.
El propio Arturo había sufrido el mismo destino: el exilio. En 1939, había abandonado España debido a su «pública y notoria […] desafección al nuevo Régimen implantado en España», tal y como rezaba una orden publicada en el BOE del 4 de febrero de 1939. Todo el esfuerzo y cariño que había puesto en el desarrollo de la Cátedra de Geofísica y en la investigación de los rayos cósmicos —campo muy novedoso en aquella época— se truncó con el estallido de la Guerra Civil.
Recordaba con un sabor agridulce los primeros años en el exilio. Junto con su esposa María Aymart encontraron refugio en Inglaterra, donde siguió estudiando los rayos cósmicos, esas «partículas físicas de ínfimo tamaño cargadas de sorprendente energía que provienen del cosmos, de las estrellas, y que bombardean ininterrumpidamente la tierra». Así era como él explicaba su trabajo siempre que le preguntaban en qué consistía. Es cierto que, sin aquellos años, su carrera profesional no habría sido ni por asomo la misma, pero ¿era necesario haber tenido que pagar el precio del exilio? Y por si huir de la Guerra Civil no hubiera sido suficiente, al poco tiempo estalló la II Guerra Mundial.
A pesar de todo, Arturo veía esos años como positivos para él. Le habían permitido colaborar con Blackett, el físico inglés que en 1948 recibió el Nobel por sus investigaciones en rayos cósmicos. Gracias a sus aportaciones, Duperier era ahora un apellido reconocido en el campo.
No pudo más que sonreír levemente ante la ironía de su investigación en aquellos primeros años de exilio y Guerra Mundial. Mientras el resto de ciudadanos veían en el metro de Londres y los refugios antiaéreos una salvación de los bombardeos, él y Blackett usaron esos mismos túneles para proteger su equipo del ruido. Todo ello con la esperanza de poder estudiar esas partículas esquivas que llegaban de rincones remotos del universo.
En realidad habían sido años altamente beneficiosos para Arturo. Se había convertido en un investigador reputado en Inglaterra. Días después de la bomba fatal que asoló Hiroshima, la BBC contactó con él para que explicase los fundamentos científicos de la bomba al mundo hispanohablante. Recordaba la emoción aún mayor que supuso la invitación que recibió de la Physical Society para dar la prestigiosa Guthrie Lecture. Fue el segundo extranjero en dar esa charla anual. El otro había sido nada menos que Albert Einstein. Ese 6 de julio de 1945 es un día que jamás olvidaría, y por el que se sentiría eternamente agradecido.
Y allí se encontraba ahora Arturo Duperier, rememorando todos los pasos a lo largo de su vida que le habían llevado ante esa taza de café y la carta del ministerio. Todos estos años fuera de España, todas las vueltas que había dado, todos los triunfos conseguidos en el extranjero… y sin embargo anhelaba volver a su país, a pesar de la situación que allí le esperaba.
Con todos estos pensamientos en mente, Arturo decidió volver a su cátedra de geofísica. Cargado no solo de recuerdos, sabiduría e ideas, sino también de su equipo experimental para investigar rayos cósmicos. Lo que aún no sabía Arturo mientras tomaba ese café en Londres es la larga lucha que le esperaba en los años venideros. Este equipo de detectores, el tesoro más preciado del físico español, quedaría retenido en la aduana de Bilbao a su llegada. Y así permanecería hasta la muerte de Arturo Duperier Vallesa, el 10 de febrero de 1959.