El descubrimiento de la penicilina en el exilio
Hay fechas que quedan grabadas a fuego. Días dramáticos que marcaron el curso de nuestra historia. Uno de ellos es el domingo 26 de mayo de 1940. Y por doble motivo, pues en muy pocas horas se produjeron dos acontecimientos a cual más transcendental. El primero nos lleva a las playas de Dunkerque, donde aquella mañana amanecieron centenares de miles de soldados aliados. Habían quedado presos entre el ejército alemán, que había desbaratado a velocidad de vértigo las defensas de los Países Bajos y Bélgica, y las aguas del mar. Continuaron allí toda la jornada bajo el acoso de la artillería nazi a la espera de su evacuación al otro lado del Canal de la Mancha. Esta comenzaría ya de noche, en lo que la posteridad conocería como Operación Dinamo. Durante seis frenéticos días, cientos de embarcaciones de todo pelaje, desde destructores de la Marina Real Británica hasta barcos pesqueros y yates privados, pusieron a salvo a cerca de trescientos cincuenta mil combatientes que escaparon de milagro de las garras enemigas.
Esta valerosa acción bélica pudo cambiar el signo de la contienda que estaba por venir. De haber caído prisioneras el grueso de sus tropas, Gran Bretaña se habría visto obligada a dar su brazo a torcer. Y, con ello, los nazis hubiesen tenido campo libre para dominar Europa por un tiempo indeterminado. Asusta solo pensarlo. Sin embargo, ese mismo día sucedió otro hecho que muy probablemente haya resultado más importante para nuestras vidas. Aquella mañana, al mismo tiempo que los soldados aliados soportaban estoicos la macabra lotería de los proyectiles alemanes, tres científicos de la Universidad de Oxford finalizaban un experimento que nos ponía rumbo a una nueva era, la del disfrute de los antibióticos.
En el año 1940, a pesar incluso de la guerra, las enfermedades contagiosas se mantenían como primera causa de muerte. No existían armas para luchar contra las bacterias causantes de males como la neumonía, la sífilis o la tuberculosis y demasiado a menudo la función de los hospitales se limitaba a amontonar pacientes sin esperanza de curación. Hasta una pequeña herida, si llegaba a infectarse, podía perfectamente acabar en tragedia. De ahí la enorme alegría que aquella mañana de domingo inundaba al australiano Howard Florey, el británico Norman Heatley y el judío de origen alemán Ernst Chain al contemplar el contraste entre la inactividad de cuatro pobres ratoncillos que yacían en sus jaulas y el saludable aspecto de cuatro de sus congéneres que se alimentaban ufanos en las suyas. Los tiempos estaban a punto de cambiar.
El día anterior habían inoculado estreptococos patógenos a todos ellos para luego inyectar a la mitad superviviente sucesivas dosis de la sorprendente sustancia que estaban investigando. Se llamaba penicilina y había sido descrita diez años antes por Alexander Fleming, si bien este médico escocés había abandonado posteriormente su estudio superado por las dificultades prácticas. Y es que trabajar con este compuesto extraído del hongo Penicillium notatum suponía todo un desafío. Difícil de aislar, se necesitaba procesar grandes cantidades de moho para obtenerlo, lo que había obligado al grupo de Oxford a exprimir todo su ingenio para alcanzar sus objetivos.
Pero los estaban logrando. El buen estado de los cuatro ratones que se habían recuperado en pocas horas de una infección bacteriana mortal probaba su éxito. No había duda, la penicilina poseía una actividad antimicrobiana nunca vista hasta entonces. Y un potencial como fármaco evidente, como ellos acababan de demostrar. Vaya momento. Meses de trabajo concentrados en un instante de plenitud. ¿Quién puede resistirse a festejar en una ocasión así? Desde luego no Ernst Chain, que prácticamente bailaba de pura emoción mientras sus dos compañeros, más circunspectos, trataban de mantener la compostura. Cuestión de caracteres, habrá que convenir. Pero también de circunstancias vitales, pues el bioquímico de origen alemán estaba mucho más necesitado de dejarse ir y liberar la tensión acumulada.
En aquel momento Chain llevaba siete años en Gran Bretaña. Desde 1933, cuando había decidido abandonar Alemania para no coexistir con el régimen nazi. Judío y de ideas izquierdistas, había preferido las penurias del emigrante que llega a un nuevo país con diez libras en el bolsillo y sin apenas conocer su lengua. Dura decisión que bien había pagado con un permanente estado de incertidumbre y varias crisis de ansiedad. Porque si bien su situación personal había ido mejorando, ocurría lo contrario con la de su madre y su hermana, que permanecían en su Berlín natal y sufrían como el resto de la población hebrea continuas vejaciones y amenazas.
Los años siguientes traerían los desenlaces de todas estas historias interconectadas. La guerra continuó y Reino Unido sufrió de lo lindo para no caer sometida ante el poder alemán. Durante meses, los bombardeos de la Luftwaffe se cebaron con las principales ciudades británicas e hicieron muy difícil el quehacer diario de cada uno de sus habitantes. A pesar de este inconveniente, el grupo de Oxford siguió adelante con sus estudios sobre la penicilina y lograron demostrar su enorme valor terapéutico. Si Chain había tenido un papel vital al inicio de la investigación redescubriendo las publicaciones de Fleming y retomando el trabajo donde este se había dado por vencido, Florey, a la sazón catedrático de patología y superior tanto de él como de Heatley, dirigiría los primeros ensayos en humanos y daría con una idea que aceleró exponencialmente el desarrollo de este fármaco. Consciente de sus limitaciones, viajó a Estados Unidos y consiguió involucrar a la poderosa industria farmacéutica de este país en su empeño.
En 1945, Fleming, Florey y Chain fueron galardonados con el Premio Nobel de Medicina. Para entonces, ya funcionaba en Nueva York una planta de producción de penicilina a escala industrial y centenares de miles de soldados habían salvado la vida gracias a su empleo. Este adelanto, unido a otros muchos que la multitud de científicos al servicio del esfuerzo bélico aliado desarrollaron en la retaguardia, contribuyó decisivamente al desenlace de la contienda. Y con su final, los judíos exiliados pudieron conocer la suerte que habían corrido sus familias. Como es bien sabido, en general no obtuvieron buenas noticias. En el caso concreto de la madre y la hermana de Chain, fueron vistas por última vez a finales de 1942 camino del campo de concentración de Theresienstadt.
Hoy en día nos hemos habituado al uso de los antibióticos. Tanto, que tendemos a pensar que siempre estuvieron ahí e ignoramos que las bacterias son seres vivos que evolucionan y van adquiriendo resistencias que están provocando la pérdida de eficacia del arsenal actual. Disfrutamos de una situación de privilegio que debemos al trabajo de miles de investigadores, un número nada desdeñable de los cuales se vieron obligados a huir de su país en un momento en el que Europa se enfrentaba al peor de sus monstruos. No conviene olvidar, por tanto, que esta coyuntura puede cambiar y que nuestra batalla contra los microorganismos patógenos aún no ha terminado.
Bibliografía
—Lax, E. 2005. The mold in Dr. Florey’s coat. Henry Halt and Company.
—García Rodríguez, J. A. 2004. Una historia verdaderamente fascinante 75 años del descubrimiento de los antibióticos: 60 años de utilización clínica en España. Sociedad Española de Quimioterapia.
—The discovery and development of penicillin 1928-1945. National Historic Chemical Landmarks program, American Chemical Society. 1999.